Escribe: Javier López
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Amigo Carlos. Hoy quiero comentarte que la proximidad del verano me vuelve soñador.
En la vida hay sueños, que como diría Borges, son inmarcesibles.
Sueños que viven con nosotros.
Dicen algunos psicólogos, que en el fondo, somos nuestra juventud. Que arrastramos, prendidos del alma, aquellos momentos de afirmación.
La madurez psicológica del personaje que interpretamos en la vida, naturalmente se va modelando por el paso de los años y por esa huella que los acontecimientos de cada día van labrando en nuestra personalidad.
Pero hay cosas de nuestra niñez, de nuestra adolescencia, que nos acompañan siempre.
Los sueños de juventud, los estímulos que nos implantaron aquellas lecturas excitantes que nos abrieron la mente, a paisajes, a gentes y mundos,- en una época en que nuestro horizonte era muy limitado-, siguen en algún rinconcito del corazón y con el paso de los
años, poco o mucho, continúan vivos.
Nunca se marchitan
A mí, Carlos, te digo la verdad, me encanta descubrirlos, agazapados en mi subconsciente. Por eso, cuando el verano empieza a insinuarse, cuando en los árboles la flor le va cediendo el paso al jugoso fruto, y los coros de cigarras comienzan los ensayos, algo muy dentro de mí, produce un alegre cosquilleo y dispara mis alertas.
Con los años he aprendido a reconocer esa inquietud y para calmarla ya sé lo que tengo que hacer.
Simplemente la maleta, la mochila o la bolsa de viaje.
Puede que me venga a la cabeza La Isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson, con la posada y el pirata cojo, John Silver, “el Largo”, al que jamás he olvidado y entonces sueño con islas de playas blancas, con palmeras cocoteras, aguas azules y transparentes, con tesoros y con mapas marcados con una gran X.
O tal vez me asalte el recuerdo de Julio Verne y entonces estoy perdido, porque se me satura el disco duro de las ensoñaciones.
Son tantas las aventuras que vivimos con sus libros en las manos, que nos harían falta demasiados veranos. Una de las obras que a menudo me retorna es Viaje al centro de la Tierra. Entran por un volcán de nombre impronunciable en Islandia, pero salen por el Strómboli, en las islas Eólicas. Y siempre recuerdo a los protagonistas descendiendo chamuscados al encuentro del mar y de las viñas. Una vez lo viví a las 12 de la noche en la estrecha cima, contemplando, la caldera de lava hirviente a un lado y el reflejo de la luna en el Mediterráneo al otro. Noté el alma de Verne a mi lado y nos fundimos en un abrazo inolvidable.
Y cómo olvidarse de Moby-Dick, la novela de Herman Melville, con el enorme cachalote blanco, el capitán Ahab y el grito que nos helaba la sangre… ¡Por alliiií resooooooopla!
Cada vez que he tenido la suerte de ver alguna ballena, aunque no fuera ni albina, ni cachalote, he sentido la vieja emoción.
Los mares son buenos escenarios para recrear las sensaciones que nos dejaron, el Nautilus y el capitán Nemo o el anciano que nos donó Ernest Hemingway, el del El viejo y el mar.
Otro que siempre acude es Emilio Salgari, con sus novelas de aventuras en el sureste asiático y el famoso pirata Sandokán. Cuántas noches nos metimos en la cama con uno de sus libros en las manos, hasta que venía nuestra madre y enfadada nos apagaba la luz.
El poso que dejaron todas aquellas lecturas, las aventuras que vivimos a través de sus protagonistas, no han muerto, continúan acurrucadas en ese baúl de nuestra mente en el que hay cosas que ni sospechamos, pero que un buen día, despiertan y salen a la luz.
Estas semanas han empezado a rondarme por la cabeza visiones de los vikingos subiendo con sus barcos por las aguas de los fiordos noruegos y las aventuras de Thor Heyerdahl buscando el rastro de una raza viajera que enseñó a otros pueblos la astronomía, la navegación en barcos de totora y a ensamblar las piedras en los muros ciclópeos de tal manera que no entre un cuchillo entre sus juntas y no precisen argamasa.
También me rondan atractivas imágenes de gentes y pueblos lejanos con culturas muy diferentes a las nuestras, y empiezo a notar que no duermo bien y doy vueltas en la cama, inquieto, impaciente.
Así que he tomado una decisión.
Carlos, me marcho.
Me voy de vacaciones. A ver si así recupero la paz interior y me reúno con mis viejas
fantasías. Ya sabes que una de las pocas ventajas que tenemos los jubilados es poder disponer de nuestro tiempo.
No te lo he comentado aún, pero este año, ha resultado ganador Marco Polo, el veneciano y parto a rememorar sus viajes por la Ruta de la Seda.
Voy pensando en recorrer los mercados de Samarcanda, aspirando el olor de los puestos de especias y empaparme en la cultura de sus viejas ciudades, la Khiva medieval y Bukhara, recordando al filósofo Avicena y a Tamerlán, el guerrero legendario que dominó toda la región, lo que hoy es Uzbekistán y medio continente asiático.
Vendrán a mi memoria los viejos cuentos de Las Mil y Una Noches
y cuando me toque dormir en una yurta en las estepas desérticas del Kyzilkum, escucharé complacido a Scheherezade recitar para mí alguno de sus cuentos, mientras fumo una pipa a la luz de la hoguera, bajo el manto acogedor de las lejanas estrellas.
Hasta la vuelta, Carlos, cuídate y recibe como siempre, el mejor de mis abrazos.
Tu buen amigo
Javier